Primera versión de Sobras, relato de Sylvia A. Zéleny
di user2512501 surname2512501 @permalink2512501
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Sobras
Sylvia A. Zéleny
“Les estás dando de comer a los gatos otra vez, ¿verdad?”, pregunta Enrique. Angie primero le contesta que no con la cabeza, y cuando se da cuenta de que no le cree, le dice, “No, ¿cómo crees?” Angie se pregunta cómo se dio cuenta si llegó más cansado que ayer y más borracho que antier.
Enrique se levanta de la mesa, su plato de arroz con huevo encima se queda a medias, se encamina al gabinete bajo el lavatrastes. Abre la puerta, se asoma. Angie se pregunta si dejó algún plato afuera o si se ven sus huellas en la tierra, ¿cómo pudo darse cuenta?
Enrique da un portazo, mira a Angie y le señala a la ventana. Hay cinco, seis o siete pichones comiendo. “Y entonces, ¿por qué hay tanto pájaro ahí picando? ¿Ahora estás dando de comer a los pájaros? ¿Para eso trabajo tanto? Angie ya se la sabe de memoria, le va a decir que no gana dinero para que ella se lo gaste en comida para todos los animales del barrio, si por eso no tienen hijos, porque no tienen para alimentarnos. Luego dirá, chingada madre Angie y le repetirá que ella nomás no entiende lo que es trabajar porque ella hace menos en la fábrica.
Angie le tapa el plato, sabe que ahorita no se lo va a comer, pero al rato quizá sí, y es mejor que no se enfríe mucho. Angie rompe el silencio y el humo que envuelve a Enrique diciendo “Alimentar a los pájaros, por dios, como si no tuviera mejores cosas qué hacer.” Enrique ni voltea a verla. “Tampoco es como que me das mucho, con trabajos y alcanza para…”. Enrique le da una fumada al cigarro y lo apaga, lo guarda en la cajetilla, va a decirle algo, pero Angie se apura y le dice, “no me estoy quejando de lo que me das, sólo te digo que no estoy comprando ni comida para los gatos de la calle ni para los pichones esos, yo no sé qué están comiendo. Se te va a enfriar, siéntate. Dijiste que te morías de hambre.”
Enrique se sienta, pero no está muy convencido de las respuestas. Mira el plato, lo examina de cerca, lo huele. No está muy convencido. “Es el arroz de ayer.” Pero antes de que Angie le diga algo, él empuja el plato y dice, “acábatelo tú, yo me voy a dormir, estoy muy cansado.”
Antes Angie le hubiera insistido, le hubiera quitado el mal humor o el cansancio o lo que sea que Enrique siempre trae a cuestas, con un beso, un cariño. Pero Angie ya no está para eso. Angie ya no tiene ganas de levantarle el ánimo a nadie que no sea ella misma. Levanta y baja los hombros mientras lo mira dejar la mesa. Enrique se mete al cuarto, cierra la puerta, enciende la tele. Se oye un partido de futbol a todo volumen. Se quedará dormido y va a tener que escuchar a los comentaristas y los gritos de gol el resto de la tarde, porque si le baja, Enrique despierta y si Enrique despierta va a encontrar otra razón para pelear.
Angie comienza a tararear esa canción que tanto le gustaba a su nana. Azul, de Agustín Lara, pero la canta como la canta Natalia Lafourcade en ese disco de éxitos: Mi paisaje triste se vistió de azul. Angie piensa en su nana María, cómo le gustaba cantar, cómo le gustaba bailar en medio de la cocina mientras preparaba esos nopalitos con huevo. Su nana y su vida con su nana. Con ese azul, que tienes tú
El mejor momento de su día se resume a esto, darles sobras a los animales. Si tuviera un hijo no estaría pensando en pichones o gatos, si tuviera un hijo se sentaría en este mismo escalón y le cantaría esas otras canciones que le gustaban a su nana, canciones chistosas, canciones de lunas regrandotas como una pelotota, canciones de chorritos que se hacían grandotes y se hacían chiquitos.
Pero Angie no tiene y no tendrá hijos, “y menos con Enrique”, piensa a veces. Se imagina que un día se va y lo deja, se imagina que un día regresa a vivir en la casa de su nana. La casa debe estar vieja y empolvada como la chingada, pero es la casa que le dejó a ella a pesar de que su papá y su tío ayudaron a construir. La casa que está en la punta de ese cerro desde donde se ve la línea que separa un Nogales del otro, un país del otro. Nogales, se debió quedar en Nogales y no aceptar el plan de Enrique de venirse a California a trabajar en esa fábrica de ropa, donde en realidad no les pagan lo suficiente para pagar la renta y los bills y la comida y todos los gastos que tienen. “Y además ni nos vemos”, piensa Angie. “Nunca coincidimos en horario, y si lo hiciéramos, igual no podríamos ni platicar porque para los gringos platicar es perder el tiempo y perder el tiempo: is to lose money.”
Sesenta dólares, eso es todo lo que le costaría dejar a Enrique y a los pichones. A Enrique y a los gatos. A Enrique y a este desván húmedo y viejo en el que viven. A Enrique y esta vida en california que no es el sueño que le había prometido. Sesenta dólares que podría juntar de las sobras de cambio y monedas que Enrique deja en cada pantalón, sobre la mesa, en uno de los cajones. Sobras de dinero para sus sobras de vida.
Los gatos lamen ahora los restos del plato, los pichones revolotean sin atreverse a acercarse ya. Angie se sienta en el escalón, los mira comer, pareciera que este es el mejor momento, cuando puede darles de comer algo a esos animales que, como ella, están solos, solos y viviendo de las sobras de los demás en un día azul.
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