Versión Final de Sobras, relato de Sylvia Aguilar Zéleny
von user2512501 surname2512501 @permalink2512501
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Sobras
(versión final)
Sylvia A. Zéleny
El rechinido de la reja del edificio la alerta. Angie está de rodillas frente a las macetas, hace repasa con la mirada el patio y, al mismo tiempo, continúa cortando las hojas de sus plantas. Siente la presencia de Enrique a sus espaldas. Él, tira una colilla al suelo y le dice, “Les estás dando de comer a los animales otra vez, ¿verdad?”. Angie se hace la que no lo oye y contiene el deseo de recoger la colilla. “Angie, te hablo. ¿Le estás dando de comer otra vez?” Es entonces que ella lo mira, le contesta que no con la cabeza y sobre la mano en la que tiene las hojas secas pone la colilla con un acto que parece de cuidado o de asco. “¿Cómo crees?” Le dice, mientras se levanta lentamente y estudia de nuevo el patio: no hay nada, ni una pista de nada. Ninguna sobra. ¿Cómo se da cuenta entonces? Porque siempre se da cuenta. No importa lo cuidadosa que sea. No importa que llegue cansado o borracho. O Cansado y borracho. Enrique siempre se da cuenta.
“¿Tienes hambre?”
“¿Tú qué crees?”
“Ya está la comida, ven. Te la caliento rapidito”. Le dice Angie dándole una palmada en el hombro. Enrique atraviesa el patio hasta la puerta de su departamento y Angie camina tras de él, revisando una última vez el espacio.
Antes, en cuanto Angie oía la reja de The Wallace Apartments a las cinco de la tarde, se levantaba para abrirle la puerta y recibirlo con un beso, a hacerle fiestas, a contarle de los vecinos o a preguntarle de su día. Ni siquiera se acuerda cuándo dejó de hacerlo. No quiere acordarse.
Como todos los días, en cuanto entra, Enrique se quita las botas y las deja a medio camino. Luego la camisa. Después la camiseta. Un desfile de ropa de trabajo quebrantando el orden en que Angie tenía el departamento. Enrique avanza hasta la cocina. Ella se queda parada en el marco de la puerta. Tiene que esperar, aunque la cocina es pequeña, los dos caben. Pero a él le choca compartir ese minúsculo espacio con ella. En realidad, piensa Angie, le choca compartir lo que sea con ella.
Enrique abre el refri y saca una cerveza. Abre tres cajones para buscar el destapador a pesar de que sabe que Angie lo tiene siempre en el tercer cajón al lado de los cucharones, las espátulas y el exprimidor. “¿Dónde carajos lo pusiste ahora?”, le dice. Ella no contesta, ¿qué caso tiene? Ya llegará al tercer cajón. Le toma un trago a la cerveza y luego vocifera:
“Nomás te digo, Angélica, si le estás dando de comer a esos gatos…”
Ella, en un esfuerzo por ignorarlo o distraerlo, le pregunta: “¿Con huevo o sin huevo?”
Enrique sale de la cocina y ella entra. Toma otro trago de su cerveza y entonces se regresa a revisar el bote de basura. Bolsa nueva. Ella no entiende por qué insiste en revisar el bote, si las sobras ya estaban en la basura, ¿no da igual si se las da o no a los animales? En la bolsa hay un cascarón de huevo y unas cáscaras secas de papa. Igual, sacude el bote, como si prefiriera ver ahí lo que sobró hace días y se echó a perder, o como si quisiera medir qué se come Angie en su ausencia.
“Con. Sin. Como tú te lo comiste”, remarca.
Angie no sabe si esa es su forma de reclamar que comió antes que él o que se comió un huevo. Y es que Enrique lleva la contabilidad de todo lo que hay en el refri y en la alacena, como si un huevo más o menos hiciera la diferencia entre mañana y pasado-mañana.
Enrique se sienta en la mesa, toma otro trago de cerveza. Angie enciende la estufa, pone aceite y una vez que ve pequeñas burbujas, rompe y echa un huevo. Es entonces que escucha como él empuja la silla y se levanta. Se escucha el ruido del abrir-cerrar de las persianas. Seguro se ha asomado para revisar el patio, pero ella lo checó bien, no hay nada ahí. Por las dudas se asoma por la ventana de la cocina y los descubre ahí. Un par de pichones comiendo del piso.
“Chingada madre, Angélica, te juro, si ahora le estás dando de comer a los pájaros, me voy a encabronar.”
Angie se lo sabe de memoria, sabe que ahora le dirá, “¿Tú crees que trabajo tanto para que alimentes a todos los animales de la calle?” Luego, va a tomar otro trago de cerveza, tan apurado, que se le va a derramar alrededor de la boca y se limpiará con el dorso de la mano. Después le va a recordar que “Hay que ahorrar, ¿no entiendes? Ahorrar. Para tus papeles, para mudarnos de este pinche edificio, para comer mejor”. Y luego le dirá esa frase que le cae tan gorda, “Si por eso no tenemos hijos, para ahorrar.”
Angie descuida el huevo y al querer moverlo, rompe la yema.
Ya no hay regreso.
Enrique le repite que si se entera que está alimentando a los pájaros se va a encabronar, encabronar de veras y no va a responder. “Y sabes muy bien a qué me refiero”. Angie y Enrique apenas tienen tres años juntos pero, en el cuerpo de ella se sienten como muchos más.
Con sumo cuidado, saca el huevo del sartén, tratando de no perder más líquido de la yema y lo pone encima del arroz con chícharos que había calentado en el micro. Lo mira bien, rota, la yema está rota, no hay forma de que no se enoje. ¿Y si le echa salsa?
“¿Verde o roja?”
“¿Qué?”
“Que si quieres salsa verde o salsa roja, tengo de las dos”.
Angie no cocina mal. De hecho, cocina muy bien. Hace menudo, pozole, gallina pinta. Sabe la cantidad exacta de manteca y chile colorado para los frijoles de fiesta. Tortillas de harina, tortillas de maíz. Empanadas. Su nana le enseñó desde chica para que le ayudara a alimentar a sus hermanos y a sus tíos, a su papá, al abuelo. A todos los que vivían en su casa. Su casa. Era pequeña, pero era su casa. Cabían más de cuatro personas en esa cocina y nadie fiscalizaba las sobras. Las sobras eran eso, sobras.
Mientras Angie le pone salsa verde al plato con comida, le dice “Alimentar a los pájaros, por dios, como si no tuviera mejores cosas qué hacer. Mejor dime si te dieron los días libres”. Enrique no le hace caso, comienza a comer apurado. Más apurado que los gatos de afuera esta mañana. “Si me dejaras trabajar no estaríamos tan apretados todo el tiempo y…”. Enrique la mira como listo para disparar, pero Angélica tira y dice,
“No me estoy quejando de lo que me das, sólo te digo que podríamos estar mejor si...” Enrique está tan concentrado estudiando el plato que no la escucha.
“Está rota.”
Angie hace como que no entiende a qué se refiere, se arriesga y le vuelve a preguntar. “¿Te dieron los días libres?”
Enrique se mete un bocado grande de arroz con huevo. La yema escurriéndose del tenedor. Le dice que no pero sin mirarla a los ojos, se concentra en el siguiente bocado. Y el que sigue.
Angie quiere ir a Nogales, pero Enrique no la deja viajar sola. Le dice que es por los check points. Pero ella no le cree, ella piensa que su negativa es por temor a que no regrese, ni modo que no se dé cuenta que ella ya no es feliz ahí. O que nunca lo fue.
Enrique deja la comida a medias, empuja el plato y se levanta.
“Me voy a ver el partido.”
Angie sabe que en el cuarto se quitará los pantalones, y así en calzoncillos se echará en la cama, prenderá la tele pero solo como ese ruido de fondo que lo arrulle. Tampoco puede culparlo, a fin de cuentas, se levanta a las cinco de la mañana todos los días. Pobre Enrique. A lo mejor sí de veras si trabaja tanto es para estar bien, para ahorrar, para vivir mejor más adelante, para tener hijos. Hijos.
Antes Angie hubiera dejado que pasara un rato y luego entraría a la habitación a quitarle los calcetines. Pero Angie ya no está para eso. Angie ya no tiene ganas de levantarle el ánimo a nadie que no sea ella misma.
Todo ocurre tal cual. Se enciende la tele, partido de futbol, y luego su ronquido. Porque se quedará dormido y Angie va a tener que escuchar a los comentaristas y los gritos de gol el resto de la tarde, porque si le baja, Enrique despierta y si Enrique despierta va a encontrar otra razón para pelear.
Siempre hay una razón para pelear.
Angie levanta el plato, abre la puerta tratando de no hacer ruido y con una servilleta que guarda en el delantal limpia el plato, deja el arroz y el huevo en una de las banquetas más allá del patio. Se cuida de no hacer ruido. Hace dos montoncitos de comida y luego se queda ahí, esperando.
Los pichones son los primeros en acercarse, después los gatos, los mismos tres gatos del último mes, el gris, el blanco y ese con tantos colores que parece hijo de todos los gatos de la cuadra. El más chico, el gris, le maúlla. Angie está segura de que la saluda, de que el gato entiende muy bien que este acto de su parte es una bondad.
Angie sonríe, se siente como en esa escena de Blanca Nieves donde todos los animalitos se acercan mientras ella canta. Angie no canta, pero cuando Enrique no está les habla a los pichones y a los gatos, les habla bonito, con ternura, como si fueran sus mascotas. Si tan solo los animalitos le ayudaran a limpiar esta casa que es un imán de polvo, o a lavar la ropa que huele a cigarro, a cerveza, a aceite de carro, a mal humor.
Angie comienza a tararear esa canción que tanto le gustaba a su nana, la del paisaje triste que se vistió de azul. Angie piensa en su nana María, cómo le gustaba cantar, cómo le gustaba bailar en medio de la cocina mientras preparaba esos nopalitos con huevo. Su nana y su vida con su nana. Su nana y su vida en Nogales. Su vida con ese azul.
Los pichones se espantan, vuelan, se van. Y es que se ha caído el letrero ese que dice The Wallace Apartments. El que acababa de arreglar. A cambio de la mitad de la renta, los dueños llegaron a un acuerdo con ella y con Enrique, de ocuparse de los detalles el edificio y de su limpieza. Ella no lo ve como un empleo porque no recibe un quinto, “Pero ¿qué tal el techo en el que vives?” le dice Enrique cuando ella se queja. Pero no es lo mismo, Angie sabe que no es lo mismo.
Un cuarto gato se acerca, a ese Angie no lo había visto por aquí. Junto con los otros husmea el arroz y el huevo y comienza a comer. Angie sonríe. Los pichones y los gatos la hacen sentir bien y, al mismo tiempo, triste. Como una ojera de mujer, como un listón azul, azul, azul, de amanecer.
El mejor momento de su día se resume a esto, darles sobras a los animales. Si tuviera un hijo no estaría pensando en pichones o gatos, si tuviera un hijo se sentaría en este mismo escalón y le cantaría esas otras canciones que le gustaban a su nana, canciones chistosas, canciones de lunas regrandotas como una pelotota, canciones de chorritos que se hacían grandotes y se hacían chiquitos.
Pero Angie no tiene y no tendrá hijos, “Y menos con Enrique”.
Se imagina que un día se va y lo deja.
Se imagina que un día regresa a vivir en la casa de su nana.
La casa debe estar vieja y empolvada como la chingada, pero es la casa que le dejó a ella, la puso a su nombre y todo. La casa que está en la punta de ese cerro desde donde se ve la línea que separa un Nogales del otro, un país del otro. Nogales, se debió quedar en Nogales y no venirse con Enrique a Texas por un sueldo que no le paga lo suficiente para la renta y los bills y la comida.
Tan felices que estaban en Nogales, así aunque tenían que ir y venir, cruzar la línea a diario. Le gustaba su empleo en la tienda de chinos, que sí era mucha chamba, pero qué más daba si tenía la tarde y la noche entera para noviar, para comer nieve en el Dairy Queen y acampar en el laguito de Patagonia de cuando en cuando. En esa época los dos soñaban que un día se casarían y tendrían hijos y los traerían con ellos al lago a darles de comer a los patos.
“Pinche Enrique.”
Ha pensado en dejarlo, agarrar las pocas cosas que tiene: su ropa, su álbum de fotos, sus zapatos de trabita y la jarra de agua que era de su nana. Agarrarlo todo e irse. Agarrar un Greyhound a Arizona. No le tomaría ni la mitad del día recobrar la mitad de su vida. No le tomaría ni sesenta dólares regresar a donde es posible que no haya mucho pero qué importa. “Podría volver con los chinos, podría visitar a mis amigas, cargar a sus bebés, reírnos de los bailes de la prepa, ver fotos de todas con tenis de bota y copetes altísimos”.
Sesenta dólares, eso es todo lo que le costaría dejar a Enrique y a los pichones. A Enrique y a los gatos. A Enrique y a este desván húmedo y viejo en el que viven. A Enrique y esta vida que no es el sueño que le había prometido. Sesenta dólares que podría juntar de las sobras de cambio y monedas que Enrique deja en cada pantalón, sobre la mesa, en uno de los cajones. Sobras de dinero para sus sobras de vida.
Los gatos lamen ahora los restos del plato, los pichones revolotean sin atreverse a acercarse ya. Angie se sienta en el escalón, los mira comer, pareciera que este es el mejor momento, cuando puede darles de comer algo a esos animales que, como ella, están solos, solos y viviendo de las sobras de los demás en un día azul.
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